Hoy en día se habla menos del “otro mundo” que de un “mundo otro”, es decir de un mundo que funcionaría de otra manera y que sería una alternativa al sistema vigente en el mundo actual.
Es posiblemente algo parecido que Jesús quería decir cuando afirmaba que su “Reino” no era de este mundo (Jn 18, 36), desafiando así a Pilato, el representante de un emperador que pretendía ser dios. Le dice simplemente que, contrariamente a Pilato, él no recibe su autoridad de un hombre que se cree dios, por muy emperador que sea, sino del Dios vivo y verdadero, cuyo “reino” es muy distinto. Distinto, no en el sentido de que ese reino sería un mundo de orden sobrenatural, puramente espiritual y trascendente que se asentaría en los cielos, sino en el sentido de que este mundo nuestro, bien material, bien físico, bien humano sería simplemente diferente, construido sobre bases y con medios diferentes. Un mundo tan distinto del mundo organizado por el César y todos los que se asemejan a él que, finalmente, si la gracia de Dios no interviniese de alguna forma, serían raros los seres humanos capaces, aun con la mejor voluntad, de acceder a él.
Ese mundo sería, en otros términos, lo que hoy en día propone el altermundialismo, pero con particular insistencia en la necesidad de comenzar por desprendernos de la vieja cultura originaria del mundo del César y revestirnos, en cambio, de una cultura totalmente nueva que sería el alma de ese “mundo otro”.
La pirámide al revés
¿Cómo sería ese “mundo otro”?
Ese mundo se fundamentaría en la grandeza, la dignidad, la inviolabilidad, la igualdad y la libertad de TODOS los seres humanos, o sea en el carácter sagrado de cada persona y en un profundo respeto por la Tierra sin la cual ningún ser humano podría existir.
Esto sería el corazón de la nueva cultura, su espíritu, su dinámica, su fuerza.
En el mundo del César, de ayer o de hoy, todo está al servicio de aquellos que tienen más poder porque tienen más tierras, armas o dinero, más talento, más ciencia, belleza o prestigio. Y así básicamente sigue en pie, aunque en fórmulas a veces un poco mejoradas, la vieja pirámide social de siempre con una masa de gente infravalorada en la base que prácticamente sólo trabaja y sufre para el provecho de los de arriba. “Entre ustedes no será así…”, manda Jesús. (Mt 20, 25-28).
En el mundo de Jesús, o en su “Reino”, todo está al revés: los fuertes, los grandes, los primeros, incluyendo al mismo Dios y al mismo Jesús, están al servicio de la vida y de la grandeza de todos y cada uno de los seres humanos sin excepción alguna. Los fuertes se ponen en la base para soportar a los pequeños. Es así como la vieja pirámide basada sobre la explotación del pequeño por el más fuerte, se invierte totalmente; el mundo vuelve a ser lo que debía haber sido desde un principio. Es el retorno a la sensatez, a la sabiduría, a la lógica, al simple sentido común. Es el triunfo de lo verdaderamente racional, normal y correcto. Es el “Reino de Dios”, donde nadie aplasta a otro.
Ésa es la “revolución cultural” de Jesús. Él mismo, estando lleno de Dios, se vacía de todo y se reduce a nada; toma la condición de servidor y se rebaja hasta la muerte de cruz (Fil 2, 6-8). “No he venido a ser servido sino a servir” (Mt 20, 28). En estas palabras radica toda la diferencia entre el reino del César - o sea el mundo tal como está estructurado y funcionando - y el reino de Jesús. No se trata, por lo tanto, de otro mundo sino de un mundo otro. El mundo sigue siendo el mismo pero con una forma de ser totalmente al revés de lo que conocemos.
Esa cultura de ponerse al servicio de la vida y de los humanos sin distinción, y no al revés, se debe difundir por el mundo entero. Ésta es la misión de los que se reclaman del cristianismo. Fomentar una nueva cultura, un nuevo arte de vivir, una nueva moda, una nueva forma de educar, de hacer política, de producir, de administrar, de gobernar; un nuevo arte de hablar para que el pueblo entienda, para que la palabra entre en la imaginación y llegue al corazón. Un nuevo arte de celebrar, un nuevo arte de relacionarse con lo divino o con el universo. Un arte nuevo que interpele y enaltezca, que conteste el mundo anticuado y sofocante de los imperios, y se plantee como un viento de aire fresco sobre el barro de la miseria y el gris de la vida sin rumbo.
Que se desarrolle a través de los cuentos, de la imagen, de la música, de la danza, de la pintura, de la escritura, del teatro, del cine y de las tecnologías modernas de comunicación un arte definitivamente liberado de los atolladeros, de los antiguos moldes, de los viejos miedos y prejuicios; un arte que busque todo lo humano escondido en la sombra de las tumbas y lo saque a luz, favorezca su eclosión y aliente su expansión; un arte que unifique en la pluralidad y en el tremendo y constante trance de la creatividad y de la libertad. Un arte que permita curarse de viejas neurosis y librarse de los viejos demonios de la soledad, de la depresión, de las rivalidades y de las frustraciones sin fin… Un arte que permita a ese mundo disperso reencontrarse por sobre los miasmas, soñar juntos y dejarse impregnar por la imagen de un mundo “otro”, la de un mundo fraternal, justo, humano, bueno y bello en toda su diversidad, sus diferencias, sus colores, sus tonalidades, sus variantes… Que permita respirar otro aire, llenarse el corazón, el espíritu, las entrañas con otro soplo hasta querer que ese mundo se haga realidad.
¿No sería acaso ése el soplo de la creación? ¿El Soplo mismo de Dios?
Jesús atraía multitudes; la gente se sentía electrizada por él. Su arte era simple, vivo, ahíto de libertad. Jesús fascinaba. Solamente viéndolo, escuchándolo, se olvidaban las enfermedades y se aprendía a respirar…a esperar, a resucitar, a ponerse en camino. Jesús era un gran artista. Era Dios…hecho hombre al servicio del hombre, para un mundo simplemente humano y por lo tanto divino. Otro mundo…posible.
Jesús no representaba una boutique, una religión, un culto, una filosofía. Jesús no era un clérigo. Jesús inauguraba una nueva cultura.