jueves, 23 de junio de 2011

COMO EL LOTO



Sepan que el Reino de Dios está


en medio de ustedes (Lucas, 17, 21)




No se cuentan las mentes lúcidas y proféticas que sueñan con una tierra de justicia, de bondad y de belleza y que se empecinan en verla, no como una utopía, sino como una realidad ya en marcha.



Como ven saliendo del barro la flor de loto deslumbrante de pureza así vislumbran entre lágrimas y sangre, y más allá de todos los desengaños, un mundo en el cual nunca más se oirá decir que exista algún humano que no se sienta en casa en su propia tierra.



Ese mundo existe ya con toda seguridad, como la primavera que se despereza sin ruido bajo una tierra que aún tiembla de frío. O como el niñito que patalea (acaso de alegría) mientras se va aproximando la hora de salir del vientre de la madre1.



La humanidad está preñada de ese mundo que está por venir.



Va a nacer tan seguramente como nacen las flores de loto en el barro, como nacen los niños entre gritos de dolor, o como nace la primavera cuando sopla la briza tibia del invierno moribundo.



De esa certeza arranca la esperanza y las ganas de contribuir a brazos partidos a ese grandioso parto.



Un loto crece raramente solo. ¡Somos muchos!



1Juan 16, 20-21; Romanos 20, 23


martes, 25 de mayo de 2010

“SEÑOR”





“Cristo” y “Señor” son títulos muy serios que se dieron a un muchacho del pueblo, a un pobre amigo de los pobres, a un apasionado de la justicia, de la libertad y de la compasión; a un hombre sin armas, con absoluta fe en su Dios y que, pese a mucha adversidad, creyó con tesón que su proyecto de Reino terminaría por llegar y se extendería por todo el mundo.



Durante mucho tiempo la mayoría de los pueblos sobrevivieron sometiéndose de manera absoluta a sus señores. Señores guerreros, rodeados de matones rastreros dispuestos a todo para servirlos. Señores despiadados, crueles, tiránicos, sanguinarios. Señores que, pretendiéndose investidos por el poder de los dioses, aseguraban a sus sujetos-esclavos la ilusión de ser los mejores, los más fuertes, los más respetados y los más temidos de la tierra, y de ser llamados a dominar al mundo. Los pueblos oprimidos y bien domesticados vivían sólo de las migajas caídas de la mesa de sus señores, pero estaban orgullosos de ellos. Morían de buen grado por sus amos.



Todavía existen, en nuestros días, regímenes de esta naturaleza: por ejemplo los señores tribales de Afganistán, los reyezuelos africanos, los dictadores de opereta que han abundado en América Latina… Son un buen ejemplo los jefes de las mafias, de las pandillas, de las maras: hasta en las cárceles se los tratan como reyes. Desde su celda, a menudo de lujo, continúan dirigiendo sus tropas con total impunidad y conduciendo los golpes que engrosan sus fortunas. Se manejan con el miedo y no tienen la menor piedad. De hierro es su ley.



Ése es, de un tirón, un bosquejo del “mundo” tal como ha prevalecido hasta recientemente por casi toda la tierra y todavía perdura en muchos rincones de nuestros países supuestamente “libres” y “civilizados”, y en varios otros países del planeta.



Proclamar a Jesús como “Señor”, significa darle la espalda a ese mundo brutal y optar por otro mundo, otro sistema, otra manera de organizarse, de gobernarse, de vivir en sociedad. Optar por un mundo verdaderamente humano que se apoye en lo humano y se construya con medios humanos.



sábado, 24 de abril de 2010

EL REINO Y EL “MUNDO OTRO"



Hoy en día se habla menos del “otro mundo” que de un “mundo otro”, es decir de un mundo que funcionaría de otra manera y que sería una alternativa al sistema vigente en el mundo actual.

Es posiblemente algo parecido que Jesús quería decir cuando afirmaba que su “Reino” no era de este mundo (Jn 18, 36), desafiando así a Pilato, el representante de un emperador que pretendía ser dios. Le dice simplemente que, contrariamente a Pilato, él no recibe su autoridad de un hombre que se cree dios, por muy emperador que sea, sino del Dios vivo y verdadero, cuyo “reino” es muy distinto. Distinto, no en el sentido de que ese reino sería un mundo de orden sobrenatural, puramente espiritual y trascendente que se asentaría en los cielos, sino en el sentido de que este mundo nuestro, bien material, bien físico, bien humano sería simplemente diferente, construido sobre bases y con medios diferentes. Un mundo tan distinto del mundo organizado por el César y todos los que se asemejan a él que, finalmente, si la gracia de Dios no interviniese de alguna forma, serían raros los seres humanos capaces, aun con la mejor voluntad, de acceder a él.

Ese mundo sería, en otros términos, lo que hoy en día propone el altermundialismo, pero con particular insistencia en la necesidad de comenzar por desprendernos de la vieja cultura originaria del mundo del César y revestirnos, en cambio, de una cultura totalmente nueva que sería el alma de ese “mundo otro”.

La pirámide al revés

¿Cómo sería ese “mundo otro”?

Ese mundo se fundamentaría en la grandeza, la dignidad, la inviolabilidad, la igualdad y la libertad de TODOS los seres humanos, o sea en el carácter sagrado de cada persona y en un profundo respeto por la Tierra sin la cual ningún ser humano podría existir.

Esto sería el corazón de la nueva cultura, su espíritu, su dinámica, su fuerza.

En el mundo del César, de ayer o de hoy, todo está al servicio de aquellos que tienen más poder porque tienen más tierras, armas o dinero, más talento, más ciencia, belleza o prestigio. Y así básicamente sigue en pie, aunque en fórmulas a veces un poco mejoradas, la vieja pirámide social de siempre con una masa de gente infravalorada en la base que prácticamente sólo trabaja y sufre para el provecho de los de arriba. “Entre ustedes no será así…”, manda Jesús. (Mt 20, 25-28).

En el mundo de Jesús, o en su “Reino”, todo está al revés: los fuertes, los grandes, los primeros, incluyendo al mismo Dios y al mismo Jesús, están al servicio de la vida y de la grandeza de todos y cada uno de los seres humanos sin excepción alguna. Los fuertes se ponen en la base para soportar a los pequeños. Es así como la vieja pirámide basada sobre la explotación del pequeño por el más fuerte, se invierte totalmente; el mundo vuelve a ser lo que debía haber sido desde un principio. Es el retorno a la sensatez, a la sabiduría, a la lógica, al simple sentido común. Es el triunfo de lo verdaderamente racional, normal y correcto. Es el “Reino de Dios”, donde nadie aplasta a otro.

Ésa es la “revolución cultural” de Jesús. Él mismo, estando lleno de Dios, se vacía de todo y se reduce a nada; toma la condición de servidor y se rebaja hasta la muerte de cruz (Fil 2, 6-8). “No he venido a ser servido sino a servir” (Mt 20, 28). En estas palabras radica toda la diferencia entre el reino del César - o sea el mundo tal como está estructurado y funcionando - y el reino de Jesús. No se trata, por lo tanto, de otro mundo sino de un mundo otro. El mundo sigue siendo el mismo pero con una forma de ser totalmente al revés de lo que conocemos.

Esa cultura de ponerse al servicio de la vida y de los humanos sin distinción, y no al revés, se debe difundir por el mundo entero. Ésta es la misión de los que se reclaman del cristianismo. Fomentar una nueva cultura, un nuevo arte de vivir, una nueva moda, una nueva forma de educar, de hacer política, de producir, de administrar, de gobernar; un nuevo arte de hablar para que el pueblo entienda, para que la palabra entre en la imaginación y llegue al corazón. Un nuevo arte de celebrar, un nuevo arte de relacionarse con lo divino o con el universo. Un arte nuevo que interpele y enaltezca, que conteste el mundo anticuado y sofocante de los imperios, y se plantee como un viento de aire fresco sobre el barro de la miseria y el gris de la vida sin rumbo.

Que se desarrolle a través de los cuentos, de la imagen, de la música, de la danza, de la pintura, de la escritura, del teatro, del cine y de las tecnologías modernas de comunicación un arte definitivamente liberado de los atolladeros, de los antiguos moldes, de los viejos miedos y prejuicios; un arte que busque todo lo humano escondido en la sombra de las tumbas y lo saque a luz, favorezca su eclosión y aliente su expansión; un arte que unifique en la pluralidad y en el tremendo y constante trance de la creatividad y de la libertad. Un arte que permita curarse de viejas neurosis y librarse de los viejos demonios de la soledad, de la depresión, de las rivalidades y de las frustraciones sin fin… Un arte que permita a ese mundo disperso reencontrarse por sobre los miasmas, soñar juntos y dejarse impregnar por la imagen de un mundo “otro”, la de un mundo fraternal, justo, humano, bueno y bello en toda su diversidad, sus diferencias, sus colores, sus tonalidades, sus variantes… Que permita respirar otro aire, llenarse el corazón, el espíritu, las entrañas con otro soplo hasta querer que ese mundo se haga realidad.

¿No sería acaso ése el soplo de la creación? ¿El Soplo mismo de Dios?

Jesús atraía multitudes; la gente se sentía electrizada por él. Su arte era simple, vivo, ahíto de libertad. Jesús fascinaba. Solamente viéndolo, escuchándolo, se olvidaban las enfermedades y se aprendía a respirar…a esperar, a resucitar, a ponerse en camino. Jesús era un gran artista. Era Dios…hecho hombre al servicio del hombre, para un mundo simplemente humano y por lo tanto divino. Otro mundo…posible.

Jesús no representaba una boutique, una religión, un culto, una filosofía. Jesús no era un clérigo. Jesús inauguraba una nueva cultura.

martes, 23 de marzo de 2010

“OTRO MUNDO” ESTÁ AHÍ


No lo vemos. No se puede tocar. No se puede aprehender. Y sin embargo está ahí. Lo baña e impregna todo y todo lo trasciende. Sin él, el mundo físico, mental y aún espiritual en el que uno se mueve no tendría la menor consistencia.

El mundo del que hablo es pura sabiduría; es armonía, vida y orden perfecto. Es el mundo que vale, el mundo “verdadero” y verídico. Está íntegramente habitado por la Presencia de lo divino; es el que da sentido, vida y luz a nuestro mundo material, y de él nos viene la esperanza y el anhelo de inmortalidad.

Es él que se deja entrever en nuestros sueños más hermosos, en nuestras utopías, en las sorprendentes intuiciones de los niños, de los poetas, de los genios, de los artistas, de los sabios, de los profetas, de los místicos y de los santos. Es el mundo que irrumpe únicamente en las profundidades de lo que llamamos el “verdadero yo”. Es el mundo sobre el cual Fra Angélico, Bach, Mozart, Matisse, Gauguin y tantos otros parecen haber tenido una ventana. Es el mundo al cual visiblemente pertenecía Jesús, al cual él llamaba “el Reino” y por el cual dio la vida. Es un mundo de pura libertad y gratuidad que irrumpe gracias a la presencia activa de Jesús resucitado en medio de hombres y mujeres que han apostado a seguirlo y cuyo movimiento busca prolongar en la historia y difundir por el mundo su pensamiento, su visión, su espíritu, sus sentimientos, su compromiso y su manera de vivir.

Si ese mundo no existiera, el mundo en que uno se mueve no sería más que los restos de un barco navegando en el vacío. O de un gran globo incapaz de inflarse y de alzar el vuelo.

Ese mundo existe. Él es como las “aguas amnióticas”, luminosas e hirvientes de vida, en las que se remoja mi mundo de tierra y de carne.

Es a ese mundo que las aguas del bautismo, el pan y el vino eucarísticos y el amor entre los humanos abren las puertas.

Ese mundo no está lejos. Está muy cerca. Está dentro de todos. Está allí como el aire que soporta en su vuelo las alas del pájaro.

Jesús lo llamaba “el Reino”. Y decía: “Ha llegado en medio de ustedes”.